Para mí —un programador de computadoras— es un deleite cada intento de poner por escrito mis pensamientos sobre lo que me interesa comunicar a una persona o, por otro lado, cada intento por controlar el comportamiento de una computadora al escribir líneas de código ejecutable. Escribir para procesadores basados en carbono (cerebros humanos) y escribir para procesadores basados en silicio (cerebros electrónicos: microprocesadores digitales) es algo muy delicioso para mí.
Ambas actividades tienen destinatarios muy diferentes. Aunque tienen en común un rasgo que las hace igualmente atractivas para mí: complejidad. En particular, un tipo de complejidad que no es accidental, sino que es parte inherente de su esencia. Pero no la esencia del acto de escribir, sino la esencia del destinatario hacia quien escribo. Una complejidad, por tanto, que no puede ser eliminada, tan sólo regulada o conducida.
En retrospectiva, fue hasta años después de haber terminado una carrera reglada por una institución académica que caí en cuenta de que el ejercicio de la cibernética –en un sentido amplio– es el nombre propio de lo me ha estado apasionando desde la adolescencia. Tal carrera tuvo la palabra “cibernética” en su título, aunque su contenido abarca muy muy poquito de cibernética —si se compara con el cuerpo de conocimiento científico actual sobre cibernética (en general, la comunicación y el control entre humanos, entre máquinas y entre sistemas complejos adaptativos diversos)—.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario